Vivencias de la Jerusalén anterior a 1967

Israel, Medio Oriente, Mundo

Rhoda Henelde Abecasís *

Parece increíble que hayan pasado cincuenta años desde que se reunificó la ciudad de Jerusalén y que hoy se continúe hablando de volver a dividirla. Al parecer, no se conoce cómo se vivía en una ciudad que estuvo dividida durante diecinueve años, desde 1948 a 1967.

Yo residí en la mitad oeste de Jerusalén los siete años finales de esa división, entre 1960 y 1968.

Llegué a Israel en abril de 1960, desde Philadelphia, Pa., con una beca norteamericana para estudiar en la Universidad Hebrea de Jerusalén oeste, en Guivat Ram. En el primer año de mi estancia, tuve el doloroso privilegio de  asistir a dos sesiones del juicio del nazi Adolf Eichmann, pese a que el tema me devolvía a mi infancia que intentaba olvidar.

Tuvo lugar el juicio en el auditorio de Beit HaAm (La casa del pueblo), ya que la sede del tribunal resultó ser demasiado pequeña para acomodar la masa de periodistas internacionales. A través de los estremecedores testimonios de los supervivientes, se me hicieron palpables los tormentos que habían sufrido todos los miembros de mi familia, que no vivieron para contarlo.

La vida cotidiana en esa urbe dividida, pequeña y pobre se desarrollaba con normalidad, con calles llenas de comercios, transeúntes, tráfico y viejos autobuses destartalados. La gente acudía a sus puestos de trabajo y los estudiantes asistíamos a clases y a exámenes. También disfrutábamos de sesiones de cine así como de los conciertos de la Orquesta Filarmónica de Jerusalén en el auditorio de YMCA (Young Men’s Christian Association), y a numerosos actos culturales propios de cualquier capital.

Al mismo tiempo, éramos más que conscientes de que había ciertas zonas en la ciudad a las cuales uno no debía acercarse. Muchos barrios, incluyendo el propio centro, estaban atravesados por una frontera, consistente en una valla de púas en ciertas zonas o un muro de hormigón en otras. Además, ni siquiera era posible acercarse a esta frontera, pues grandes áreas colindantes eran consideradas “tierra de nadie” y estaban infestadas de campos de minas en plena zona urbana. El único acceso entre las dos partes de la ciudad era el Mandelbaum Gate. La rutina diaria no ocultaba que vivíamos en una ciudad cruzada por una cicatriz de guerra que no paraba de sangrar. Sí, se derramaba sangre. En barrios algo periféricos se infiltraban terroristas (los llamados fedayín) y llevaban a cabo su trabajo asesino.

Recuerdo el barrio céntrico que en 1860 construyó el banquero y filántropo británico-sefaradí Sir Moses Montefiore. Había sido el primer barrio residencial construido  por judíos fuera de la Ciudad Vieja. Consistía en unas filas de hermosas casitas de piedra de una planta, dominadas por un molino. Sin embargo, fueron designadas como tierra de nadie y, por tanto, lugar de derramamiento de sangre, ya que estaban ubicadas frente a la muralla y se hallaban al alcance de las ametralladoras de los legionarios jordanos que hacían guardia encima de ella. En el año 1965 el gobierno ofreció aquellas bellas casitas por una suma ínfima a algunos valientes artistas. Un día acudí a una de estas casas para entregar una traducción a un escritor. Al entrar y salir tuve que mirar hacia la muralla para asegurarme de que no me apuntaba algún soldado jordano. El escritor y su mujer lo hacían a diario.

En mayo de 1967,  durante las semanas de terrible tensión, mis padres me inundaron con telegramas para que regresara con ellos a Philadelphia. Confieso que sentí la tentación de subirme en un avión y dejar atrás esa, mi segunda, guerra. Al final, no fue por heroísmo que no me marché sino porque ya entonces tenía claro que sin Israel no había futuro para mí ni, en realidad, para todo el pueblo judío.

La universidad se había quedado casi vacía, pues todos los estudiantes y los profesores hasta la edad de 57 años estaban movilizados. La mayoría de los estudiantes extranjeros volvieron a sus países nada más comenzar la tensión, lo cual desanimaba a los autóctonos. A cambio, lo que nos llenó de alegría y agradecimiento fue la llegada del joven Zubin Mehta, como expresión de solidaridad con el pueblo judío. También llegó Daniel Barenboim quien, junto con Jacqueline du Pré nos brindaron un maravilloso concierto en aquel mismo auditorio de Beit HaAm. La sala estaba abarrotada, pese a las advertencias de que evitáramos aglomeraciones y pese a que en los noticiarios veíamos a las exaltadas multitudes árabes vociferando “ítbaj al Yehud” (asesina al judío). La ovación fue entusiasta. Todos nos sentíamos como una gran familia que desafiaba el peligro y vencía el miedo.

Los civiles estábamos volcados en llenar sacos de arena para cubrir las bombonas de gas y en preparar refugios. Teníamos claro que Jerusalén iba a ser la primera línea de fuego. En la universidad asistíamos a cursos de primeros auxilios y en su enfermería preparábamos vendajes. También me apunté para sustituir algún maestro o maestra de inglés que hubieran sido movilizados. Y, efectivamente, aquel 5 de junio de 1967, mientras iba camino al colegio que me habían asignado, oí una tremenda explosión seguida por de una negra nube de humo, y luego otra y otra. Eché a correr hacia mi casa, un semisótano que servía de refugio. Al llegar a mi calle, llamada entonces Hakeshet, comprobé que el primer piso de la casa de enfrente ya había sido destrozado por un cohete. Había golpeado justo al lado de donde ahora se encuentra la Casa del Presidente, que entonces, afortunadamente, aún era una parcela vacía. Al entrar, todos los inquilinos del edificio ya habían bajado a mi casa. Nos animábamos los unos a los otros, en mitad del estruendoso bombardeo que durante días no cesó ni por cinco minutos, ni de día ni de noche.

Con el fin de la guerra llegó, junto con el dolor por las jóvenes vidas perdidas, la alegría de la reunificación de Jerusalén. Días después se eliminó aquella monstruosa frontera, y se anunció que tanto judíos como árabes podían visitar cualquier parte de la ciudad. Temíamos brotes de violencia, de revancha de los jordanos. Pero no. Entraron en la parte occidental de la ciudad un poco asombrados por la elegancia occidental de los escaparates y por el recién construido gran almacén comercial. Y los israelíes también se abalanzaron sobre las cafeterías y las pastelerías de la parte oriental. Todos celebrábamos  el acceso a la fruta prohibida. Descubrimos que desde el lado este se podía contemplar la magnífica vista del dorado desierto de Judea y su ojo azul, el Mar Muerto. El alma se nos cayó a los pies, sin embargo, cuando observamos el destruido barrio judío de la Ciudad Vieja y que el Muro Occidental del Templo, como comprobé con mis propios ojos, se había utilizado como vertedero.

La esperanza de paz tras la reunificación

En los días siguientes reinaba una sensación general de esperanza, optimismo y generosidad. En el recién recuperado anfiteatro universitario del Monte Scopus, tuve el privilegio de oír a Itzjak Rabin pronunciar el más pacifista discurso jamás pronunciado por un militar. Los titulares proclamaban: “Por fin tenemos territorio que ofrecer a los árabes a cambio de la paz”.  Se les ofreció devolver todo lo capturado. Y aún más, del general Moshe Dayán y sus colaboradores salió la idea de ofrecer a los árabes de la Orilla Occidental un estado independiente, en vez de devolver esos territorios a Jordania. Los periódicos de entonces hablaban de la creación en Judea y Samaria de un “Buffer State”, un estado tapón, que serviría de barrera entre Israel y el estado enemigo de Jordania que acababa de atacarnos. Ese estado tapón, que más adelante se dio en llamar, con taimado interés, estado palestino, viviría en amistad con Israel, en gratitud por la independencia que le garantizaría el estado del pueblo judío. Ahora ya se sabe cuál fue la respuesta de los pueblos árabes y sus tres “noes”, pero lo que se ignora es que la idea de un estado palestino salió precisamente de la izquierda israelí, pues en los diecinueve años en que Cisjordania estuvo en manos árabes, jamás se habló de un estado propio.

Hoy, cincuenta años después de la unificación y de convivencia en esta ciudad heterogénea y abierta a todos, se habla de nuevo de abrir en canal la ciudad de Jerusalén, con una cicatriz que volvería a sangrar, no por los derramamientos causados por legionarios jordanos, ni por fedayín, sino por yihadistas islámicos. No lo conseguirán. Nosotros sí sabemos aprender de la historia.

*Licenciada en Filología Inglesa y Románica (con la Literatura Yiddish como especialidad secundaria) en la Universidad Hebrea de Jerusalén, convalidado por la Universidad Complutense de Madrid.

Diplomada en Traducción Hebreo al Inglés, Inglés al Hebreo por la Universidad de Bar Ilan, Tel Aviv.

Profesora Emérita de traducción especializada en la Escuela de Traductores de Toledo.

En los últimos años se dedica a la traducción literaria junto con su marido, principalmente del yiddish al español y colabora con la Revista Raíces.

Fuente: http://aurora-israel.co.il/vivencias-de-la-jerusalen-anterior-a-1967/

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