El rastro de muerte del día en que todo cambió en Medio Oriente. El Mercurio

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El rastro de muerte del día en que todo cambió en Medio Oriente
KFAR AZA/SDEROT Las heridas en un kibutz en el sur de Israel muestran que el ataque de Hamas el 7 de octubre pasado sigue fresco. La respuesta israelí sobre la Franja de Gaza ha sido implacable y ha generado cuestionamientos de gobiernos y organismos multilaterales.
Desde el hogar de Naor Hassidim (23) y Sivan Elkabetz (23) se ve la Franja de Gaza. En la entrada de la casa, bajo una ventana rota, escrito con letras negras hay un mensaje en hebreo que dice “restos de cuerpos en el sofá”. Adentro, en el living, decenas de hoyos suben por una pared, se expanden por el techo y muestran lo que hace una granada detonada en un espacio pequeño. Adentro ya no hay sofá, ni restos humanos, pero sí hay basura, platos rotos, un colchón, recuerdos de una pareja joven que ya no está, y también hay un olor a descomposición que no se va y que recuerda lo que pasó en el kibutz Kfar Aza, y en todo Israel, hace 63 días.
El 7 de octubre de 2023, a las 06:30 (01:30 de Chile), las alarmas anunciaron lo que sería una lluvia de 3.500 cohetes Qassam lanzados desde el lado palestino. Asentamientos como este sufrieron, también, el terror de los cerca de 4.000 milicianos de Hamas que cortaron rejas, derribaron muros y cruzaron a Israel a través de 29 puntos.
Lo que sucedió en las horas siguientes pasará a la historia: Unas 1.200 personas fueron asesinadas, 250 fueron tomadas rehenes, en kibutz, bases militares y localidades fronterizas; en los días, semanas y meses siguientes, Israel bombardeó y entró por tierra desde el sur de Gaza, operaciones que según Hamas han dejado casi 17 mil muertos. Todo en una región, Medio Oriente, que no volverá a ser la misma.
El día que todo cambió partió en lugares como este.
“Bienvenidos”
A la derecha de un portón de fierro de color amarillo, un letrero dice “Kfar Aza. Fundado en 1951. Bienvenidos”. Extremistas islámicos irrumpieron en camionetas blancas por este y por otros tres puntos del kibutz de unas 40 casas, mataron a 50 habitantes, a 21 soldados, secuestraron a 17 personas y las arrastraron hasta los laberintos de túneles de Ciudad Gaza, 6,5 kilómetros al oeste. Once rehenes fueron liberados durante la tregua que terminó el 1 de diciembre.
Entre las víctimas de Hamas hubo mujeres, niños, guaguas, ancianos. Algunos fueron asesinados de un balazo en la cabeza, otros fueron decapitados, otros incinerados.
Roni Kaplan se pone boca abajo en el suelo con los brazos bajo su cuerpo. Así hay que ponerse, explica el mayor y vocero de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), si suena la alarma de ataque de misiles y no hay un refugio ni una casa donde resguardarse en los siete segundos siguientes a la alerta.
“La idea de los terroristas era incendiar las casas, así las personas se quemaban o huían. Si huían, las mataban o las secuestraban”, dice el ciudadano uruguayo-israelí de 41 años, mientras recorre estas calles de tierra y se detiene en una casa destruida por el fuego el 7 de octubre.
Kaplan cuenta que los restos carbonizados del matrimonio de Lili y Ram Itamari, de 63 y 56 años, fueron identificados recién el 20 y el 25 de octubre. El reservista militar cuenta, también, que Lili era la encargada de educación en el kibutz donde los habitantes se reparten las funciones principales y que viven en comunidad; que ambos eran muy queridos, que tenían un hijo, Tomer, y una hija, Raz, la última en hablar con ellos a las 11:46 de ese 7 de octubre. Roni cuenta, también, que hay decenas de historias similares en este lugar: los encargados de la armería que fueron asesinados de los primeros por los milicianos, el dirigente local muerto en la calle cuando intentaba proteger a su familia, la mujer que perdió a su marido, hijo y madre por las balas de Hamas. Un joven conscripto que vuelve por primera vez a su hogar desde la masacre.
Nunca lo pensaron
“Es raro, es bizarro”, dice Niv, un soldado de 20 años que viene a revisar cómo está el hogar que compartía con sus padres, quienes resultaron ilesos, lo mismo que su hermana que vive en otra casa en esta comunidad ubicada 110 kilómetros al sur de Tel Aviv y a tres de la frontera.
Lo raro y bizarro, dice Niv, de pie bajo la sombra de árboles altos, una brisa y sol suaves, es estar en su hogar, un lugar pacífico, tranquilo, ahora desierto, una comunidad fantasma. “Acá estamos al lado de la frontera, siempre hay alertas, pero nunca pensamos que podría pasar lo que pasó”, dice el joven, que realiza el servicio militar obligatorio para hombres y mujeres desde los 18 años, y que sigue su camino por estas calles custodiadas por decenas de soldados tan jóvenes como él.
Al viajar desde Tel Aviv hacia el sur, de a poco se ven más vehículos militares en las carreteras. A la derecha, desde un camión, soldados descargan cajas que antes tenían municiones. En un cruce carretero entre las zonas de Shuva y Zimrat, cerca del kibutz Beeri, otro de los más atacados, un batallón de soldados muy jóvenes toman café, bebidas energéticas, conversan y ríen, en uno de los puntos de abastecimientos que hay cerca de las zonas de combate.
De a poco, hacia el sur, aumenta también la vegetación, y los cruces de caminos se parecen a los de las grabaciones recuperadas de víctimas y milicianos y que circulan en redes sociales, en que hombres con cintillos verdes gritan “Allahu akbar” (Dios es grande) mientras disparan contra civiles que viajan en sus autos.
El paisaje se parece, también, al del Festival Nova, donde unos 3 mil jóvenes bailaban desde el día anterior en una fiesta ya tradicional a 5 kilómetros de la frontera, y que corrieron a través de campos como estos cuando vieron a los hombres armados y las camionetas blancas. 260 de esos jóvenes no pudieron huir, en el golpe más sangriento de ese 7 de octubre.
Un poco más al norte está Sderot, ciudad de 21.000 habitantes, la más grande azotada por Hamas. En la esquina donde antes estaba la estación de policías ahora hay barro y las huellas de máquinas que limpiaron los escombros. Fierros gruesos y retorcidos que apuntan hacia arriba con banderas de Israel amarradas en la parte superior son el único recuerdo de los 20 policías asesinados en el ataque de los islamistas, uno de los casos más difundidos por los medios.
A las 17:00 horas las calles están vacías y oscuras. Recién esta semana reabrieron un banco y un supermercado, el 80% de los habitantes se fue de la ciudad. Una cifra generosa comparada con lugares como Kfar Aza.
Sobre el kibutz se escucha el vuelo de aviones de combate y de helicópteros militares; más cerca, zumban los drones, y todavía más cerca, latas, escombros, vidrios, restos de juguetes y de loza que crujen bajo los zapatos y recuerdan un lugar que ya no existe. Detonaciones a 100 metros estremecen el ambiente. “Es de los nuestros”, dice Roni Kaplan, apunta hacia Gaza y comenta que los proyectiles que lanzan desde este lado son la razón del humo que sube desde el otro lado de la frontera.
Las espadas
Desde el lanzamiento de “Espadas de hierro”, la respuesta israelí a los ataques del 7 de octubre, casi 17 mil personas han muerto en Gaza, el 70% son niños y mujeres, según cifras del Ministerio de Salud del territorio controlado por Hamas y respaldadas por Naciones Unidas y sus organismos desplegados en esa zona, y por gobiernos como el de Chile, que mandó a llamar al embajador Jorge Carvajal debido a las “inaceptables violaciones del derecho internacional humanitario en que ha incurrido Israel en la Franja de Gaza”, según tuiteó el Presidente Gabriel Boric el 1 de noviembre pasado. El representante chileno en Israel aún sigue en Santiago.
Israel descarta las cifras, porque, asegura, no son comprobables, ya que son entregadas por el propio Hamas que, según las autoridades israelíes, utiliza a sus propios ciudadanos como escudos humanos.
Además, 1,8 millones de habitantes han sido desplazados hacia el sur del territorio, según la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos (UNRWA), y el agua, los alimentos, el combustible y las medicinas escasean después de que Israel ordenó el bloqueo de la Franja de Gaza el 9 de octubre.
En Kfar Aza, Kaplan reconoce que hubo “una falla importantísima por parte de las FDI, tanto en inteligencia como en defensa”, y que los objetivos de la guerra son “desmantelar a Hamas, restituir la seguridad a las fronteras y devolver a cada uno de los secuestrados”.
El vocero muestra un espacio abierto, de tierra seca, que conecta un grupo de las casas más chicas del kibutz, en las que vivían los más jóvenes cuando se independizan. “Esto estaba lleno de terroristas muertos”, dice el mayor, y cuenta que antes que llegara el Ejército israelí, pero después de que Hamas asolara el lugar, decenas de habitantes de Gaza cruzaron la frontera y saquearon las viviendas.
Los sistemas de vigilancia del kibutz y las cámaras que llevaban los milicianos muertos captaron esas imágenes, cuenta Kaplan, y dice algo que muestra que las heridas seguirán abiertas por mucho tiempo: “Se llevaron de todo, ropa, lo que encontraron”.
en Israel

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