José A. Viera Gallo: Importante reflexión en discurso de agradecimiento por Premio Scopus
COMUNIDAD

“Agradezco sinceramente el premio que se me otorga, cuyo valor radica en la historia y el prestigio de la Universidad Hebrea de Jerusalén donde todavía late el espíritu de sus grandes fundadores. Ella está a la punta en investigación científica e innovación en áreas tan relevantes para Chile como recursos hídricos, zonas desérticas, biocombustibles, agricultura de precisión y nanotecnología.
Los premios nos brindan la ocasión para reflexionar sobre el ideario que les da sentido. En esta oportunidad permítanme algunas palabras sobre la política y la democracia.
Mi generación nació a la vida pública animada por un gran impulso transformador, con fuertes tintes utópicos, que sacudió al mundo en la década de los 60: atrapar el cielo, parecía posible. Estábamos impelidos por la injusticia social. Luego vino el choque con la realidad, las rupturas, los sufrimientos y tras el quiebre de las instituciones democráticas, se desataron los poderes sin control; pasaron largos años hasta que renaciera en el seno de la sociedad chilena la voluntad democrática y llegara el momento de la transición.
Hoy si miramos en perspectiva el camino recorrido desde el plebiscito del 5 de octubre de 1988, podemos afirmar sin falsa modestia que saldamos la deuda contraída con el pueblo de Chile: ha vuelto la normalidad democrática, los chilenos vivimos mejor y el país sigue por el camino del desarrollo.
Sin embargo, desde 1997 se viene manifestando entre nosotros un cierto malestar, una insatisfacción ciudadana que cuestiona la acción política.
Este descontento se ha expresado últimamente en el movimiento estudiantil por una mejor educación para todos, y en las manifestaciones en la zona austral contra el centralismo de la capital.
Pero no es un fenómeno exclusivamente nacional. En Europa también ha habido movimientos juveniles, aupados por la crisis económica mundial con su secuela de desempleo e inseguridad, y en los países árabes por las injusticias y corrupción de regímenes autoritarios surgidos de la lucha por la independencia. Incluso en Israel muchos se han expresado masivamente en las calles.
Concluida la Guerra Fría que marcó la última mitad del Siglo XX, ingresamos – casi sin darnos cuenta – al Siglo XXI con pocas certezas, pero con cierta ingenuidad. Había caído el Muro de Berlín, había terminado el apartheid en Sudáfrica, y habían concluido las dictaduras militares en América del Sur y las guerras fratricidas en Centroamérica. China vivía un acelerado proceso de modernización económica.
Algunos parecían seguros de lo que vendría: la expansión global de los mercados y, como consecuencia natural, la democracia. Su cándido optimismo se alimentaba de un clima cultural que Tony Judth ha llamado “el olvido del Siglo XX”, con sus avances y sus tragedias, como si nuestra situación actual fuera tan peculiar que la negación del pasado fuera una condición para poder vivir confiados.
Pero como enseña la tradición judía, nunca es bueno olvidar.
Efectivamente, a poco andar tropezamos de bruces con la más grave crisis económica desde la gran depresión de 1929, con el terrorismo y la expansión del crimen organizado en torno a las drogas. Millones perdieron su empleo y la violencia golpeó en diversos países desatando, como réplica, guerras externas e internas que parecen no tener fin.
Aunque grandes masas han dejado la pobreza en Asia y en América Latina, desde la década de los 80 la igualdad no ha avanzado e incluso ha retrocedido en algunos países. Por algo en EE.UU. se habla del 99% menos rico. En Chile, por su parte, se ha incrementado la conciencia de la mala distribución del ingreso antes y después de impuestos pese a los efectos correctivos de las políticas públicas.
No es un dato baladí. El concepto mismo de democracia está indisolublemente ligado a la igualdad y la libertad. Herodoto cuenta como el gobierno del pueblo primero fue denominado “isonomía”, es decir, gobierno de iguales, y propiciado como baluarte frente al abuso de los poderosos. La democracia de los antiguos vivió sus mejores años allí donde reinaba una mayor equidad social.
Por su parte, la Biblia afirma que todos somos iguales ante la ley y la necesidad de escuchar a los débiles y su clamor de justicia. La tradición judía también ha colocado la memoria junto a la razón y, sobre todo, ha afirmado la dignidad de la persona humana y el libre albedrío como presupuesto de la responsabilidad en el actuar. Siguiendo el impulso de la utopía de los profetas, también ha postulado la esperanza en una realidad superior dándole un sentido a la historia.
Al indagar sobre las raíces históricas de la democracia no hay que escoger entre Atenas y Jerusalén.
Las críticas actuales a la democracia y a la política no son destructivas. No postulan – como en los años 30 – el autoritarismo o la dictadura. Buscan recuperar sus nobles ideales, sacudir el hollín acumulado con los años en sus instituciones y avanzar en la realización de sus promesas.
Ese es el sentido de la idea de gobierno ciudadano, posible en una sociedad en red.
Pero el descontento actual nos remite a un tema más de fondo, que guarda relación con el fundamento mismo de la democracia. “El Estado laico basado sobre la libertad se funda en premisas que él mismo no puede garantizar”, ha sostenido con preocupación el constitucionalista alemán Böckenförde. Esa afirmación nace de la constatación que el Estado ya no puede contar con una verdad que esté por encima o en la base de la deliberación democrática, sea ésta filosófica o religiosa: una verdad indiscutible, evidente a la razón, una ley no escrita válida – como decían los estoicos – universalmente, un vínculo unificador que preceda a la libertad.
Como se lee en Los Hermanos Karamasov, existe el peligro que el Estado carente de ese vínculo, quiera asegurar su legitimidad con promesas que no puede mantener, cayendo en una espiral de ofertas e insatisfacción popular que puede estrangular su funcionamiento. ¿No ha sido ello palpable acaso en las diferentes experiencias populistas de nuestro continente?
¿Se puede vivir sin un punto de apoyo que no sea la pura libertad? ¿Y si la mayoría abjura de ella, como ocurrió en el nazismo?
Norberto Bobbio en su Autobiografía, para ilustrar el dilema, recurre a tres imágenes: la mosca que aletea dentro de una botella destapada, el pez que se agita en la red que lo tiene cautivo y el hombre que vive en un laberinto. La mosca depende de la suerte para encontrar la apertura de la botella, al pez más le vale resignarse y así no sufrir y al hombre, recorrer con el uso de su razón el laberinto con aciertos y errores, para hallar la salida, sin ningún hilo de Ariadna que le permita, como a Teseo, volver a la entrada de la caverna.
Se puede esperar que un factor externo nos ayude a superar el laberinto.
Pero incluso para quienes tengan una fe trascendente, la conciencia esperanzada es siempre frágil; se construye como quien mira a través de un vidrio opaco o empavonado, decía Paulo de Tarso. La Biblia nos cuenta que Elías en el monte Horeb, vio que Dios no estaba ni en el viento huracanado, ni en el terremoto, ni en el fuego, su voz era como el murmullo de la brisa ligera. Entonces el profeta se cubrió el rostro con las manos como signo de la incertidumbre de haber escuchado bien su palabra. Y, sin embargo, no dudó en bajar del monte para denunciar el despojo de las tierras de los campesinos.
Vivimos la vida bajo el signo de la perplejidad.
Y los que simplemente piensan que el laberinto es inherente a la condición humana y sospechan de la existencia de una salida, ¿en qué pueden afirmarse?
Si volvemos al olvidado Siglo XX, podemos encontrar un principio de respuesta a partir del holocausto e Hiroshima. Como reacción ante el abismo de la masiva destrucción humana y la barbarie, se ha ido configurando el paradigma de los derechos humanos, que sirve de marco al debate democrático.
Maritain trabajando en la preparación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, llegó a la conclusión que era posible un acuerdo práctico fundado en convicciones compartidas respecto a un mínimo ético jurídico, respetando el pluralismo doctrinario propio de la convivencia de diversas civilizaciones y distintas escuelas de pensamiento. Concluido con éxito ese esfuerzo, consideró que la Declaración de la ONU era una “promesa para los humillados y vejados de todo el orbe y augurio de las transformaciones que el mundo necesita”.
En ese compromiso y en ese anuncio se basa la democracia de los modernos. Ese parámetro se encuentra hoy plasmado en tratados internacionales y en las constituciones de los Estados. Los derechos humanos constituyen una utopía posible que conecta la acción política con el derecho constitucional y la ética.
El valor de la democracia constitucional se juega, pues, en un delicado equilibrio entre libertades y normas, facultades y garantías, poderes y límites, consenso y pluralismo, representatividad y participación, deliberación, principio de mayoría y respeto a las minorías, sin exclusiones ni discriminaciones arbitrarias.
La política que hoy llamaríamos ideológica, nacida con la Ilustración y que alcanzó atracción masiva gracias a los grandes sistemas filosóficos de los «maestros del pensamiento» occidental, esa que ha intentado una y otra vez, moldear la sociedad según las exigencias de sus postulados y que en palabras de Fichte, ha pretendido que la realidad copie las ideas, ha llegado a su fin.
Como reacción ha surgido una corriente conformista que adecua la política a lo existente y rechaza cualquier alternativa como ilusoria.
En un admirable ensayo sobre Mirabeau, el gran político de comienzos de la Revolución Francesa, Ortega y Gasset afirma que la política tiene que tener «una idea clara de lo que se debe hacer desde el Estado en una nación». Se trata de una idea posible, como la de Mirabeau que se esforzó por alcanzar la monarquía constitucional. Tal vez se lo impidió su muerte prematura. Pero «los demás, o eran demasiado monárquicos o demasiado constitucionales». La Revolución Francesa colocó en el trono a los principios jurídicos y morales y se perdió en un mar de contradicciones. Por eso Mirabeau en la Asamblea Nacional interpelaba a Robespierre diciendo: «joven, la exaltación de los principios, no es lo sublime de los principios».
Una política de ideas debe plasmarse en un proyecto político viable de alcance nacional.
Eso fue lo que precisamente ocurrió al comienzo de la transición chilena, animados como estábamos por una clara voluntad de cambio que permitiera al país superar sus traumas y enfrentamientos estériles. Esa política abrió las puertas a décadas de progreso y paz social. He tenido el privilegio de estar 16 años en el Parlamento, tres en la Moneda y ahora más de dos en el Tribunal Constitucional, y puedo afirmar que siempre hemos tenido éxito como país – incluso con muy amplios consensos – cuando nuestras propuestas han respondido a una idea clara de lo que es el bien de Chile.
¡Por otra parte, qué duda cabe que si por un momento volvemos nuestra mirada hacia el Medio Oriente, la paz ha podido avanzar cuando ha habido un diseño político diáfano y realista, como ocurrió a partir de los acuerdos de Oslo! Bien dijo el Presidente Simón Peres al recibir el Premio Nobel de la Paz, que no hay opciones para la guerra y que sólo la política puede tener futuro respetando los derechos y la seguridad de todos los pueblos involucrados.
El punto de inflexión se produce cuando se diluye el proyecto nacional, como le ocurrió a Chile a comienzos del Siglo XX.
Más allá de las miserias inherentes a los afanes cotidianos de la gestión de la cosa pública, más allá de las evidentes limitaciones institucionales provenientes de nuestro pasado autoritario y de los límites de la globalización, han surgido voces cuestionando la ruta emprendida. Piensan que lo hecho por convicción ha sido sólo fruto de la necesidad, como si la política no fuese siempre la ecuación de lo posible. De diversos lados se reivindica como valor supremo la propia identidad política que se considera inmutable. Ello contribuye al desconcierto y al desánimo de la gente, sobre todo de las nuevas generaciones que no vivieron el inicio de este proceso.
Tengo, sin embargo, la convicción que en todos estos años de democracia, como país, no hemos remado en vano; que pese a los vaivenes de la economía mundial y de los aciertos y errores en la toma de decisiones, hemos logrado conservar el rumbo armonizando crecimiento económico con desarrollo humano, expansión de libertades con solidaridad social. De ese progreso – como lógica consecuencia – han surgido nuevas demandas. No para cambiar de vía, sino para acelerar el paso en la implementación de reformas torpemente postergadas, para terminar procesos de modernización que están a mitad de camino y para enfrentar los desafíos de una nueva etapa histórica.
Ello exige de todos nosotros. Cualquiera que sea nuestro lugar en la sociedad, pero sobre todo de quienes se dedican directamente al servicio público, mayor consecuencia, seriedad y responsabilidad.
Muchas gracias. a la Universidad Hebrea de Jerusalén y a todos ustedes por su atención y su paciencia”