De la democracia en el Medio Oriente

Artículo de Hasbará

Por Benito Roitman

La Primavera Árabe iniciada en Túnez a fines del 2010, rápidamente floreciente en el Egipto de Mubarak, golpeando en el Yemen y en Libia y manifestándose al inicio pacíficamente en Siria, rozó también a los emiratos en el Golfo y puso en tensión a Arabia Saudita, además de generar expectativas de transformaciones en toda la región -aunque sin una clara explicitación del signo y del propósito último de esas transformaciones.

A poco más de dos años de su comienzo, la cuasi unanimidad con que se aceptó entonces bautizar esos acontecimientos como una Primavera, precursora de un florecimiento democrático en la región, ha dado paso a muy fuertes divergencias en la interpretación de lo que ha pasado, de lo que está pasando y de lo que puede suceder.

En Túnez y en Egipto, en ambos casos cayeron o fueron expulsados los gobiernos existentes y sustituidos en comicios libres por nuevos gobiernos; pero en Egipto ese nuevo gobierno -instalado hace un año- ha sido depuesto por el ejército, después de meses de constantes manifestaciones populares exigiendo en vano la renuncia del Presidente Morsi.

Y en Siria las manifestaciones iniciales, como parte de un levantamiento popular, derivaron rápidamente hacia una guerra fratricida que arroja ya más de 100.000 muertos y varios millones de personas desplazadas, sin que se avizore una solución clara.

Se ha dicho, como parte de las divergentes interpretaciones de lo que está pasando, que la Primavera árabe está siendo sustituida por el Invierno árabe, y que las perspectivas despertadas por las movilizaciones masivas reclamando libertad -y también mejores condiciones de vida, en un panorama donde campea una enorme pobreza- están siendo reemplazadas por la muy fuerte presencia de la religión musulmana y de la imposición de sus reglas en la vida cotidiana.

Pero también hay optimistas que sostienen que la instauración de procesos y de estructuras de funcionamiento democráticas es una tarea de largo aliento, y que los caminos para alcanzar esos objetivos no son necesariamente lineales; hay idas y venidas, tropiezos y avances.

Señalan, por ejemplo, lo que sucediera en Europa en el siglo XIX, con las revoluciones de 1848, que en su oportunidad fueron derrotadas; pero una generación más tarde esos sucesos habían cambiado la fisonomía del continente.

Asimismo, los movimientos estudiantiles y populares de 1968 parecieron agotarse en sí mismos; y sin embargo, la imagen del mundo es hoy en día sensiblemente diferente a la de entonces, en gran parte como un resultado decantado de esos movimientos.

Israel se encuentra prácticamente en el centro geográfico de estos acontecimientos, con fronteras con dos de los países -Egipto y Siria- donde sin duda el dramatismo es mayor. Naturalmente, esos sucesos se siguen con atención no exenta de preocupación, aunque parecería que se visualizaran desde fuera de la región, y no desde el medio de ella.

Mientras la guerra civil en Siria no muestra clara ventajas de un lado o de otro (ni tampoco muestra claramente qué representa un lado u otro); mientras Egipto hace historia derrocando, en nombre de la democracia y en su representación, a un gobierno elegido en comicios democráticos, en Israel el Primer Ministro vuelve a poner en primer plano sus planes de ataque a Irán, después de un lapso en que el tema descansara (y pese a los resultados de las elecciones en Irán, que seguramente algo significan a futuro).

Pero resulta imposible sustraerse a estos acontecimientos. Y prueba de ello lo constituyen, por un lado, las indecisiones sobre el significado de los enfrentamientos en Siria, donde un gobierno obviamente autocrático se enfrenta militarmente a una oposición crecientemente influida por el islamismo radical y que, por ende, promovería -en caso de ganar- un gobierno autocrático a su estilo.

De hecho, estas indecisiones corresponden, en parte, al reconocimiento de que una de las dimensiones importantes que juega actualmente en el Medio Oriente y sus alrededores -y que en Siria ha adquirido ya un fuerte carácter bélico- es el viejo y reavivado conflicto entre chiitas y sunitas, las dos ramas principales del Islam.

Por otro lado, las múltiples discusiones que ha suscitado -también en Israel- la forma en que se ha producido la caída del gobierno egipcio y en particular el carácter -democrático o no- de ese procedimiento, reafirman la necesidad de afinar los conceptos normalmente utilizados al referirse a la democracia.

Más allá de los intereses políticos inmediatos, e incluso de consideraciones vinculadas a razones de estrategia y de seguridad, hay quienes condenan la caída del gobierno de Morsi por ser el resultado de un golpe militar, que habría derrocado a un gobierno democráticamente elegido.

Pero hay también quienes aceptan ese derrocamiento, en la medida que una serie previa de masivas manifestaciones populares habrían estado exigiendo la caída del gobierno, en vista de la progresiva instauración de medidas autocráticas.

En todo caso se trata de sopesar el daño que implica utilizar la fuerza armada para derrocar un gobierno, frente al daño emergente de las acciones de un gobierno que, habiendo sido elegido en comicios libres, tiende a ignorar uno de los principios fundamentales de la democracia: el respeto de las minorías. Pero la discusión puede y debe ir más allá.

De lo que se trata en realidad, si lo que se pretende es apoyar los esfuerzos por multiplicar los procesos democráticos en la región, es de esclarecer el contenido de lo que se ha de entender por democracia, a partir de las múltiples experiencias -de todo signo- que se han vivido a lo largo del último siglo.

En este sentido, quizás sea útil mencionar las reflexiones de un estudioso contemporáneo, el Prof. Michelangelo Bovero, en una conferencia sobre el tema de los adjetivos de la democracia (1). En ella, luego de reafirmar la idea de que la democracia es un conjunto de reglas de procedimiento que garantizan la participación igualitaria de todos los ciudadanos, resume sus planteamientos diciendo: «la democracia puede ser directa o representativa, y esta última puede conocer diversas variantes institucionales…La democracia es formal por definición; por eso también es necesariamente laica y constitutivamente tolerante.

Pero ello implica a su vez que la democracia como tal no puede ser ni liberal ni socialista; eso sí, puede hospedar de vez en vez uno u otro contenido de valores políticos (y do otro tipo), pero no se identifica con ninguno de ellos. Antes bien, la democracia consiste en la posibilidad de su recambio y alternancia. No por esto la democracia es incompatible con predicados de valor: libertad individual, equidad social, tolerancia e igualdad política son la sustancia ética de la democracia en su concepto ideal».

Creo que es con este tipo de reflexiones como telón de fondo que se deben replantear las discusiones sobre lo que puede suceder en la región, a partir de los procesos iniciados con la llamada primavera árabe, y entender cómo esos procesos pesan también en el futuro político de Israel.

Pero también es bueno -y necesario- reflexionar en qué medida, dentro del propio Israel, la democracia real -respetuosa sin duda de las formas y de los procedimientos- se acerca o se aleja de ese concepto ideal-ético de democracia: libertad individual, equidad social, tolerancia e igualdad política.

Fuente: Aurora.

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