Yaser Arafat, el hombre que no quiso la paz

Medio Oriente

C.Jordá

Diez años después de su muerte, los palestinos siguen recordando a Arafat como su gran líder, mientras que los israelíes siguen hablando del terrorista y, sobre todo, del hombre que desató la Segunda Intifada, que costó la vida a centenares de compatriotas y obligó a todo el país a vivir en un clima de terror durante años. En el resto del mundo hay opiniones próximas a ambas versiones, y la sensación de que, si hubiera querido, habría sido el único capaz de llegar a un acuerdo de paz definitivo, algo que no parece estar al alcance de Abu Mazen.

Máximo líder de la OLP durante 35 años, presidente de la Autoridad Nacional Palestina –sin que mediase una elección democrática, por cierto– otros 10 y hasta su muerte, guerrillero, terrorista, premio Nobel de la Paz… en la vida de Arafat se acumulan los honores y las miserias pero, probablemente, no a partes iguales.

¿Creador de Palestina?

Algo que ni sus más acérrimos enemigos pueden negarle –otra cosa sería dilucidar si esto es un mérito o no– es que fue uno de los principales inventores de un concepto de los más usados en el último tercio del siglo XX: el de pueblo palestino. No, por mucho que se nos quiera vender el conflicto árabe–israelí de toda la vida como el conflicto palestino–israelí de toda la vida, lo cierto es que los palestinos no empezaron a tener aspiraciones nacionales hasta finales de los 60, cuando la organización fundada por Arafat, Al Fatah, empieza a controlar la Organización para la Liberación de Palestina (OLP).

Hasta ese momento el conflicto era entre Estados: Israel era atacada principalmente por Jordania, Siria y Egipto, que no pretendían crear una Palestina independiente, sino eliminar el Estado judío y expandir sus propias fronteras a su costa. De hecho, hay que recordar que hasta el 67 lo que en España se suele llamar Cisjordania –West Bank en inglés– y parte de Jerusalén no eran el espacio de un Estado palestino tan inexistente entonces como ahora, sino territorio jordano, mientras que la Franja de Gaza era egipcia.

La solución palestina, es decir, que eran los propios árabes de la zona los que deberían enfrentarse a Israel y no el resto de potencias árabes, no estaba de inicio en el ideario de una OLP que había sido creada y mantenida por esas potencias. Nunca antes del ascenso de Arafat se había planteado la existencia de un Estado árabe independiente en la zona que hoy se divide entre Israel y los territorios en disputa.

Del Septiembre Negro a la Segunda Intifada

Hay sobradas pruebas de que, durante toda su vida, Arafat entendió el terrorismo como una extensión natural de la arena política. La OLP saltó a la fama internacional cuando un grupo de terroristas de la organización, denominado Septiembre Negro, secuestró y asesinó a varios deportistas israelíes que participaban en los Juegos Olímpicos de Múnich (1972).

Era casi el principio de su carrera y desde entonces hasta el final pocas cosas cambiaron: en sus últimos días fue el gran responsable de la Segunda Intifada, una oleada terrorista que causó la muerte de centenares de israelíes en una cadena de atentados no vista hasta entonces.

Dos personas nos explicaron en su día lo que supuso para los israelíes la Segunda Intifada. La primera, la periodista Jana Beris: «Todas las mañanas antes de salir de casa miraba a mis hijos y memorizaba la ropa que llevaban por si tenía que reconocer sus cuerpos después de un atentado». El segundo, un periodista israelí, nos contaba en un restaurante del centro de Jerusalén: «No importa por qué calle hayas venido, allí hubo cinco o seis atentados suicidas».

Recordemos también el tipo de atentado suicida que marcó esta Segunda Intifada: terroristas que se inmolaban en cafeterías, restaurantes, discotecas o autobuses, asesinando a todos los que tuviesen la desgracia de encontrarse a su alrededor, casi siempre civiles inocentes. Es decir, el más salvaje e indiscriminado terrorismo, que, como mínimo, era alentado y permitido por Arafat.

El hombre que no quiso la paz

Pero, incluso después de una vida tan intensa como la suya, Arafat será recordado, probablemente, como el hombre que no se atrevió a firmar la paz entre israelíes y palestinos, cuando tuvo dos oportunidades históricas para hacerlo.

La primera fueron las conversaciones en Camp David del año 2000, con la intermediación de un Clinton que quería cerrar con ese broche dorado su presidencia. El entonces primer ministro israelí, Ehud Barak, hizo una oferta sin precedentes y que todos los analistas coincidieron en señalar como el máximo al que podía llegar cualquier Gobierno israelí: retorno a las fronteras previas a la Guerra de los Seis Días (1967), con intercambio de territorios para mantener alguno de los asentamientos israelíes, reparto de Jerusalén –aunque la Ciudad Vieja y el Muro de las Lamentaciones seguirían siendo israelíes– y aceptación por Israel del retorno de algunos miles de refugiados palestinos a su territorio como medida simbólica (el grueso debería instalarse en todo caso en el territorio del Estado palestino).

El acuerdo, es cierto, incluía aspectos difíciles de aceptar para los palestinos, especialmente que no se reconociese un derecho de retorno masivo e indiscriminado a los refugiados de la guerra del 48 y sus descendientes, o que su Estado no estuviera militarizado. Sin embargo, como en cualquier pacto de este tipo, también los israelíes hacían importantísimas concesiones: especialmente la devolución de unos territorios ganados y mantenidos tras varias guerras, pero también el desmantelamiento de muchos de los asentamientos y la pérdida de soberanía sobre determinadas zonas de Jerusalén.

Arafat dijo no y, además, al volver a Ramala lanzó la campaña terrorista de la Segunda Intifada. Meses después, y ante una nueva oferta israelí en Taba, volvió a decir no. Quizá, como él mismo llegó a afirmar, un acuerdo habría podido costarle la vida. Quizá el pueblo palestino no estaba entonces preparado para la paz. Lo cierto es que si un hombre podía firmarla y convencer a su pueblo de que le siguiese por ese camino era Arafat, pero prefirió no hacerlo.

Con su muerte, unos años después, Arafat dejó un legado francamente mejorable: los territorios bajo su control seguían en la miseria pese a las cantidades extraordinarias de ayuda internacional recibida –a nadie se le escapa que el propio Arafat y una corruptísima ANP fueron los beneficiarios directos de buena parte de esa ayuda–, un pueblo palestino educado para el odio y que diez años después sigue siendo presa del fanatismo y una situación política interna más que compleja con el terreno preparado para el ascenso de los terroristas de Hamás, que ganaron las elecciones en 2006 y tomaron el control absoluto de Gaza en 2007.

Arafat lo fue todo para su gente: caudillo, padre de la patria, terrorista, hombre de paz –recibió el Nobel en 1994 junto a Isaac Rabin y Simon Peres, tras firmar los Acuerdos de Oslo–, pero al final fue incapaz de darles un futuro. De hecho, ni siquiera su recuerdo parece servir para evitar, diez años después, un nuevo resurgimiento de la violencia. ( libertaddigital.com )

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