Columna de Carla Guelfenbein: Reimaginando el diario de Ana Frank

Chile

Hace algunas semanas me tocó estar en un colegio conversando con chicos de segundo y tercero medio sobre el valor de leer. En un punto se me ocurrió preguntarles si conocían El Diario de Ana Frank. Unos pocos habían oído hablar de ella, o habían leído de su existencia en el best seller de John Green Bajo la Misma Estrella. Es en el anexo oculto tras una biblioteca, donde Ana y su familia estuvieron escondidos 2 años, que los dos protagonistas de la novela de Green se besan por primera vez. Pero a decir verdad, la mayoría de los chicos no tenía idea de quién era Ana Frank. Hace varios años que su diario de vida, uno de los testimonios más bellos e importantes de la persecución nazi a los judíos, dejó de ser parte de las lecturas escolares.

Por eso me alegró muchísimo cuando llegó a mis manos el libro Reimaginando el Diario de Ana Frank, de Marjorie Agosin, con ilustraciones de Francisca Yáñez. Recuerdo vívidamente el día en que mi mamá me regaló El Diario de Ana Frank. Fue para mi cumpleaños número doce, solo dos años menos de los que Ana tenía cuando la Gestapo llegó a su refugio y se la llevaron junto a su padre, su madre y su hermana Margot a los campos de exterminio. Recuerdo haberle preguntado cien, mil veces a mi madre –después de terminar el libro– si Ana, al final, se había salvado.

Tenía que ser así. Ana no podía morir. No era lo que solía encontrar en los libros que leía, donde los héroes y las heroínas siempre al final se salvaban. Esa fue tal vez mi primera noción total y absoluta de la realidad. Mi mamá fue tajante. Ana no se había salvado, como tampoco los 6 millones de judíos que murieron como ella en los campos de exterminio de los nazis. Casi la mitad de la población de nuestro país. En el diario de Ana había hallado la humanidad y la barbarie.

Dentro del pequeño espacio que constituía su hogar, tras un muro falso, la vida de dos familias se llevaba a cabo, en silencio. Allí se amaba, se crecía, se reía bajito, se añoraba la luz. ‘Mi cuerpo ha cambiado, me estoy haciendo mujer, pero no vale la pena usar vestidos en el anexo, aunque maquillo mis labios al anochecer. Solo vale la pena imaginar un día en la playa. Chapotear entre las olas y más que nada ser libre. Respirar. ¿El aire aún es libre para los judíos?’.

También allí dentro se anidaban el miedo, la desesperanza. ‘Mamá está siempre cabizbaja. Ha perdido la luz. Ha perdido la fe. Cuando encendemos las velas del sábado y rezamos muy en silencio, tampoco sonríe. Le digo siempre: ‘Mamá, a pesar de todo estamos juntos, tú y papá, Margot y yo’. Pero me dice: ‘No te olvides de que cuando nos vengan a buscar estarán las maletas listas con nuestras pertenencias’’. Marjorie Agosin nació en Chile, pero ha vivido gran parte de su vida en EE.UU. como escritora y catedrática. Escribió este libro para los niños chilenos para traer a la memoria uno de los episodios más negros de la historia de la humanidad, pero sobre todo para celebrar el talento de una niña escritora que nunca dejó de buscar la luz en las sombras, que nunca dejó de creer en el ser humano. Hasta el final.

‘Muy al amanecer tocan la puerta. Tocan con fuerza y con ira. Son ellos. Miro mi maletita cerca de la puerta. Papá está estudiando griego y latín. Lo miro como despidiéndome de él. Mi diario está guardado en su maletín. Se abre la puerta. Nos han venido a buscar. Los nazis tienen enormes botas oscuras como una noche tenebrosa. ¿Qué harán con mi cabello? ¿Alguien dirá que aún calva soy hermosa? Algún día volveré con mamá y papá, y podré bordar palabras junto a Kitty’. Ana no volvió. El único sobreviviente de la familia Frank fue su padre. Pero las palabras de Ana sobreviven, y crecen, y se reimaginan. Como en este bello libro de Marjorie y Francisca.

Recuerdo haberle preguntado cien, mil veces a mi madre –después de terminar el libro– si Ana, al final, se había salvado. Tenía que ser así. Ana no podía morir.

 

Fuente: La Tercera

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