El antisionismo es antisemitismo

Antisemitismo, COMUNIDAD

Por Ángel Mas (*)

«La deslegitimación de Israel, ese doble rasero aplicado al Estado judío, sólo al Estado judío, al único Estado judío, es, sí, la expresión moderna del antisemitismo clásico»

El sionismo es el reconocimiento al pueblo judío del derecho a su propio Estado, Israel, en paz y seguridad. El antisionismo es la denegación de ese derecho a los judíos, sólo al pueblo judío, y la aspiración a destruir esa realidad nacional democrática de más de setenta años respaldada por la comunidad internacional.

 

El antisemitismo es la obsesión enfermiza, el odio compulsivo contra los judíos. Históricamente, esa fijación se ha manifestado incitando y ejerciendo violencia y discriminación contra ellos, demonizándoles hasta el punto de deshumanizarlos.

 

El antisemitismo ha adaptado sus excusas a lo largo de la Historia para satisfacer los cambiantes peores instintos de la turba: según la época, los judíos habían asesinado a Jesucristo, realizaban sacrificios rituales para usar la sangre de niños, constituían una quinta columna desleal a sus países, contagiaban enfermedades o formaban una raza inferior y depravada.

 

El resultado ha sido el acoso, el hostigamiento, la persecución de que las comunidades judías han sido objeto. Todo ello, junto con la aspiración ancestral del retorno a la Tierra de Israel y el deseo de autodeterminación política, creó el caldo de cultivo para el nacimiento del movimiento sionista en el siglo XIX. Llevado a su extremo en el siglo XX, el antisemitismo culmina en la Shoá, el Holocausto perpetrado por los nazis, que cristaliza la voluntad irrevocable de los judíos de tener su propia nación, a la par de todas las demás, y no depender de otros para defenderse.

 

Esta emancipación nacional coincide con procesos descolonizadores. La independencia de Israel es aproximadamente simultánea a la creación de la mayoría de los países de Oriente Medio y el Magreb. Hoy, Israel es la única democracia plena de entre todos esos países. Según The Economist Intelligence Unit, Israel es la trigésima democracia más sana del planeta, justo por detrás de Francia y por delante de Bélgica o Italia. Según Freedom House, es uno de los 86 Estados libres en el mundo. Y de ellos, es el único que ve permanentemente cuestionado su derecho a existir.

 

Por tanto, la deslegitimación de Israel, ese doble rasero aplicado al Estado judío, sólo al Estado judío, al único Estado judío, es, sí, la expresión moderna del antisemitismo clásico. Porque cuando ya no resulta políticamente correcto criminalizar a “los judíos” se aspira a hacerlo con impunidad contra el judío colectivo: Israel.

 

La narrativa antiisraelí ha conseguido permear en los medios y la Academia, hasta conseguir que su terminología sea comúnmente aceptada. Así, una línea de armisticio se presenta como “la frontera del 67”, los territorios en disputa se convierten en “ocupados”, los judíos de Judea en “colonos”, sus comunidades en “asentamientos” y las verjas de seguridad –como las de Ceuta y Melilla– en “muros”. Así mismo, los descendientes en cuarta generación de los perdedores de las guerras que buscaban echar a los judíos al mar son denominados “refugiados”, convirtiendo esa condición en hereditaria.

 

Esa narrativa ha conseguido también pervertir el relato histórico. Como si las aspiraciones palestinas, la propia existencia de ese pueblo y las referencias a su realidad nacional no fueran un fenómeno reciente que surgió bien entrados los años sesenta (la OLP no se funda hasta 1964). El relato habitual obvia que los palestinos tendrían ya un Estado si sus dirigentes hubiesen aceptado las ofertas de los primeros ministros israelíes Barak y Olmert. Pero estaban más preocupados en destruir el Estado de los judíos que en crear sus estructuras nacionales y educar para la paz.

 

No sólo el antisionismo es un mal disimulado antisemitismo que se nutre de los libelos clásicos actualizados. Es que es la única forma de racismo que reclama impunidad, que tiene el apoyo consensuado de la ultraizquierda y la ultraderecha, el único odio a un pueblo que puede presumir de una retórica aceptada acríticamente por círculos académicos y culturales y por los medios de comunicación. Y es la única incitación al odio que cuenta con subvenciones públicas a grupos y asociaciones que, con la excusa del apoyo y la solidaridad con el pueblo palestino, busca, hoy como entonces, excluir, discriminar, cuando no finiquitar, a los judíos.

(*) Presidente de Acción y Comunicación en Oriente Medio (ACOM).

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