El acuerdo entre Emiratos e Israel pone en evidencia a muchos

COMUNIDAD, Medio Oriente, Opinión

Por Marcelo Wio (*)

El acuerdo para normalizar relaciones entre Israel y Emiratos Árabes Unidos fue paradójica y llamativamente (¿llamativamente a estas alturas?) mal recibido por muchos de los que abogan por la paz, empezando por una amplia mayoría de medios en español. El argumento, que no pasaba de ser una suerte de mantra, de eslogan sin fundamento, decía: “Esto marginará a la causa palestina”. Es decir, desde la solidaridad con esa causa, los medios cancelaban la razón y los hechos para presentar algo que se asemejara (muy remotamente) a un argumento (pero que claramente no lo era).

 

Pero ¿por qué habrá molestado tanto este acuerdo?

 

Acaso porque pone en evidencia dos cuestiones centrales de este conflicto que están íntimamente relacionadas entre sí:

 

1) el conflicto es árabe-israelí y, por lo tanto,

 

2) la llamada “causa palestina”, al menos hasta los años 1980, no ha sido un fin –la consecución de un Estado árabe palestino–, sino un medio para terminar con la existencia de Israel como Estado judío.

 

Del primer punto da amplia cuenta la historia que estos mismos medios se ven forzados a ocultar: las guerras de agresión –1948,1967 y 1973– contra Israel fueron llevadas a cabo por coaliciones de Ejércitos árabes. De hecho, cuando Jordania ocupó lo que denominó Cisjordania (que se anexó en 1950) y la parte oriental de Jerusalén (provocando la división de la ciudad) y Egipto, Gaza, luego de la guerra de 1948, ninguno de los dos países se planteó siquiera la idea de establecer en dichos territorios un Estado palestino. Es más, y ya como parte del segundo punto mencionado, la Organización para la Liberación Palestina (OLP) fue creada por la Liga Árabe recién en 1964, durante una cumbre en Alejandría, a instancias del presidente egipcio Gamal Abdel Naser. Su carta estipulaba entonces, en el artículo 24:

 

Esta organización no ejerce ninguna soberanía sobre Cisjordania, en el Reino Hachemita de Jordania, ni en la Franja de Gaza [ocupada por Egipto].

 

Es decir, sólo reclamaba como propio lo que era Israel.

 

Tras otra guerra árabe de agresión fallida (1967), Jordania y Egipto perdieron los territorios ocupados en 1948. E inmediatamente, en 1968, la OLP suprimió el mencionado artículo.

 

Las declaraciones de Zahir Muhsein –miembro del Comité Ejecutivo de la OLP–, el 31 de marzo de 1977, al diario holandés Trow revelan perfectamente el objetivo de la OLP –y de la creación de la causa palestina y su internacionalización–:

 

El pueblo palestino no existe. La creación de un Estado Palestino es sólo un medio para continuar la lucha contra el estado de Israel. Sólo por razones políticas y tácticas hablamos de la existencia de un pueblo palestino. Jordania, que es un Estado soberano con fronteras definidas, no puede avanzar reivindicaciones sobre Haifa y Yafo, en tanto que, como palestino, puedo, sin ninguna duda, demandar Haifa, Yafo, Beer-Sheva y Jerusalén.

 

La directora ejecutiva de Camera, Andrea Levin, señalaba en un artículo que la ausencia de una identidad nacional palestina distintiva ha sido afirmada incluso por muchos árabes:

 

George Antonius, un historiador árabe, se asegura de que no haya ningún malentendido (…) en The Arab Awakening (1939): «Salvo que se especifique lo contrario, el término ‘Siria’ será utilizado para denotar el conjunto del país de ese nombre que ahora está dividido en Mandatos de Siria y Líbano (Francia) y Palestina y Transjordania (Gran Bretaña)”.

 

El extremista muftí de Jerusalén se opuso originalmente al Mandato de Palestina sobre la base de que separaba Palestina de Siria; y enfatizó que no existía ninguna diferencia entre los árabes sirios y los palestinos en cuanto a sus características nacionales o costumbres. Aún en mayo de 1947, los representantes árabes recordaron a la ONU en una declaración formal que ‘Palestina’ era (…) parte de la Provincia de Siria (…) Políticamente, los árabes palestinos no eran independientes en el sentido de formar una entidad política separada. Ahmed Shukeiry, uno de los fundadores de la OLP y su primer presidente, le dijo a la Asamblea General en 1956: «Es de público conocimiento que Palestina no es otra cosa que Siria del Sur».

 

Evidentemente, la existencia actual de un pueblo palestino no está en duda. La cuestión es bien otra; es indagar en el origen del conflicto y en las herramientas de que se valió la parte árabe para prolongarlo o, más bien, para intentar alcanzar el esquivo objetivo a través de la agresión bélica, a través de otros medios.

 

En otras palabras, visto el fracaso de la vía militar –vamos, lo que Azam Pashá, secretario general de la Liga Árabe, había calificado en 1948 como una guerra “de exterminio” y una “masacre trascendental”– , aun contando con una superioridad manifiesta , era hora de buscar otros métodos, de valerse de otros instrumentos para perseguir el fin anhelado: la erradicación del Estado judío.

 

Era la hora, pues, de la OLP. Era la hora de imponer la idea del conflicto entre un “Goliat extraño en la tierra” y el “David palestino y autóctono”; de convertir a la superior coalición árabe en un pueblo sojuzgado, débil y sin responsabilidades. De explotar las debilidades emocionales occidentales, algún sentido de culpa trasnochado, alguna persistente animosidad que así podría expresarse con máscara, con coartada.

 

Esa carta decía algo muy llamativo. En sus artículos primero y segundo establecía:

 

Palestina es la patria del pueblo árabe palestino; es una parte indivisible de la patria árabe, y el pueblo palestino es una parte integral de la nación árabe.

 

Palestina, con las fronteras que tenía durante el mandato británico, es una unidad territorial indivisible.

 

Es decir, por un lado, negaba el derecho de Israel a existir –algo para lo que, por otra parte, había sido formada dicha organización–, pero además venía a decir que sus límites no están marcados por una pretendida soberanía anterior, sino que son el resultado de la delimitación fruto de la Primer Guerra Mundial. Algo que ponía en evidencia desde el vamos lo, como mínimo, dudoso de sus reclamaciones, de sus aspiraciones.

 

Pero nada de ello se ve –o se muestra– cuando el asunto está gobernado por o es abordado desde las emociones. Y es que la solidaridad o identificación con esta causa exige una profunda cancelación de la razón: sólo desde el ejercicio propio de la creencia pueden omitirse tantos hechos, en el convencimiento de que así se favorece la verdad.

 

Pero eso, evidentemente, no puede ser la verdad. Es apenas un trozo de dogma.

 

Acaso por ello los medios censuren el acuerdo reciente entre israelíes y emiratíes. Porque, como la ciencia con los milagros, disminuye, si no su influencia, sí el número de creyentes; y disminuye también la fe en el dogma, que, sin el asentimiento surgido de la ciega convicción, no resiste mucho en pie.

 

El conflicto debe seguir en pie. Y debe hacerlo como la mayoría de los medios lo enmarca –a fuerza de omisiones y tergiversaciones–: como un malevolente, colonialista Israel que subyuga, oprime y abusa de los aborígenes e inocentes palestinos. Una suerte de cuento infantil para adultos.

 

Un creyente que duda puede comenzar a preguntarse por qué si partes del conflicto van suscribiendo acuerdos, los propios palestinos no lo hacen; y llegará, tarde o temprano, a las sucesivas negativas de sus líderes a las generosas ofertas de paz y estadidad que recibieron.

 

La paz es, así, una suerte de pecado.

 

De suerte que la reacción ante el reciente anuncio por parte de muchos de quienes dicen patrocinar, defender la paz, y de numerosos medios en español, no dice nada sobre el acuerdo, sino sobre sí mismos; es decir, sobre su posicionamiento vergonzoso respecto del conflicto, y, en el caso del los medios de comunicación, sobre la degradación del periodismo (su credibilidad) subordinado a las exigencias de dicha postura.

(*)Analista de Camera (Committee for Accuracy in Middle East Reporting in America).

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