Los antisemitismos incómodos

Antisemitismo, COMUNIDAD, Opinión

Por Marcel Gascón ( * )

 

Por fortuna, la mayor parte de la opinión pública sigue considerando el antisemitismo una lacra a erradicar. Pero buena parte de los Gobiernos y organizaciones dedicadas a combatirlo cometen a menudo el error de omitir la procedencia de los actos y manifestaciones de antisemitismo cuando éstas provienen de ciertos sectores. Basta leer el sumario o los resúmenes que aparecen en la prensa de cualquier informe reciente sobre el auge del antisemitismo en Europa y los Estados Unidos para darse cuenta de la gravedad del problema.
El desglose de los datos nos muestran que buena parte, si no la mayoría, de los ataques a personas, negocios y centros comunitarios y de oración judíos están relacionados con protestas contra el Estado de Israel y tienen como autores a radicales islámicos o extremistas de izquierda. Sin embargo, los periodistas y los propios responsables de los informes destacan en el título y los resúmenes la amenaza antisemita que viene de la extrema derecha racista, exacerbada, últimamente, por las teorías conspirativas a menudo judeófobas en torno a la aparición y la gestión de la pandemia de coronavirus.

Elegir qué antisemitismo se combate según la filiación ideológica de quienes lo promuevan no sólo es inmoral. También garantiza el fracaso a la hora de mantener a raya un fenómeno que se desboca en Occidente al calor de unas circunstancias cambiantes que muchos líderes de opinión ignoran. Sería absurdo ponerse a comparar qué antisemitismo es más peligroso. No debemos bajar la guardia ante el discurso del señalamiento y el odio, sean cuales sean las razones que lo animen.
Por eso mismo es una irresponsabilidad mayúscula cerrar los ojos ante una de las fuentes del odio. Sólo en las últimas semanas hemos visto varias agresiones gratuitas a judíos identificables como tales por su vestimenta en el Reino Unido y los Estados Unidos. Están grabadas en vídeo y sus autores no pueden ser supremacistas blancos por el mero hecho de que son negros. Para nadie es ya un secreto que el judío es uno de los objetivos más específicos de los radicales islámicos, que a menudo disfrazan su odio al judío con los ropajes presuntamente políticos y humanitarios de la causa palestina.

Los más letales atentados contra judíos en la Francia de nuestros días fueron perpetrados por islamistas, como lo fue la toma de rehenes hace semanas en una sinagoga de Texas por parte de un terrorista que exigía la liberación de otra terrorista islamista. A pesar de que era evidente, el propio presidente estadounidense –Joe Biden– y la mayor parte de los medios se resistieron durante días a hablar de la naturaleza antisemita del ataque.

A estas amenazas a la vida judía en la diáspora se suma la cada vez más extendida hostilidad hacia los estudiantes judíos en las universidades hiperpolitizadas de Estados Unidos, pero también de Europa. Cualquier lazo sentimental, familiar o político con Israel convierte al que lo exhiba o no lo esconda en cómplice de las supuestas políticas racistas y los crímenes contra la humanidad que acríticamente se asocian con el Estado judío en estos ambientes.

Esto no ocurre con estudiantes cuyos países están secuestrados por regímenes dictatoriales que de verdad perpetran las atrocidades que se atribuyen a Israel. A ningún chino, a ningún turco, por poner dos ejemplos, se le exige que reniegue de su identificación y su relación con su nación, grupo cultural o étnico para quedar absuelto del cargo de complicidad con los abusos que sus gobernantes perpetran. Cada vez hay más testimonios de estudiantes judíos que intentan evitar ser reconocidos como tales para no enfrentarse a la sospecha automática que se cierne sobre ellos por su a menudo inevitable conexión con Israel. Puede que el fenómeno esté en una fase superior en los Estados Unidos y el mundo anglosajón. Pero nadie que conozca el ambiente de la universidad española envidia al estudiante que haya de contar en un aula o una asamblea que ha servido en el Ejército de Israel o tiene familiares judíos en Haifa, Jerusalén o Beer Sheva.
Hace unas semanas, la actriz estadounidense de raza negra Whoopi Goldberg fue duramente criticada por enmendarle la plana a Hitler y negar el carácter racista del Holocausto, ya que, según dijo, la matanza fue perpetrada por un grupo de gente blanca contra otro grupo de gente blanca. Más allá de las consideraciones históricas sobre la argumentación de Goldberg, que ha pedido disculpas por sus palabras, el énfasis en encuadrar a los judíos en la raza blanca parece ser parte de una tendencia general en los ambientes progresistas posmodernos.
Como ha explicado el periodista Ben Shapiro, la insistencia en clasificar a los judíos de origen europeo como blancos les despoja de su condición de minoría y les pone en la diana de lo que la teoría crítica de la raza llama privilegio blanco. Debido al éxito social, educativo y económico que caracteriza la experiencia de estas comunidades en las sociedades occidentales de postguerra, el judío no es simplemente un blanco más, sino la apoteósis de lo blanco. Además de resucitar el estereotipo del millonario narigudo manipulador y perverso de la época de los Rothschild, los judíos de hoy cargan con el peso de su casi inevitable relación con el Estado de Israel, un paria internacional contra el que ha vuelto a ponerse de actualidad el libelo de sangre del judío mataniños que controla el mundo y envenena las aguas.

Entre las fuentes generalmente ignoradas de antisemitismo está el movimiento BDS, con el que decenas de ayuntamientos españoles se han aliado para declarar en sus pueblos y ciudades un boicot a empresas, organizaciones e instituciones israelíes que la Justicia ha declarado repetidamente ilegal a instancias de ACOM. Este boicot caprichoso y arbitrario contra Israel se extiende a menudo a personas asociadas de una u otra forma con Israel. Teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de las personas y organizaciones judías tienen contactos con Israel, el éxito de la iniciativa supone de facto la exclusión de todos los judíos de la vida pública, como demostraron los amigos sudafricanos del BDS durante el proceso de selección del juez judío David Unterhalter.
La gravedad de lo que viene de una parte del espectro político no hace menos nocivo y peligroso el antisemitismo que sigue supurando el otro extremo. Sólo un diagnóstico honrado y que no esté sesgado por las simpatías ideológicas o el miedo a los tabúes sociales nos permitirá detener esta deriva y evitar lo que ya empieza a ser una realidad en muchos países occidentales: que los judíos tengan que irse o esconderse para no ser vejados, agredidos o incluso asesinados.

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